He tenido la oportunidad, esta semana, de acudir a ver El Cascanueces al teatro Coliseum de Barcelona. No soy una gran entendida en ballet clásico, pero me gusta desde que tengo uso de razón, así que si se me presenta la ocasión, no dudo en ir a verlo.
En esta ocasión, la compañía era el Ballet Estatal Ruso de Rostov. La interpretación artística era excelente, la coreografía, a la altura, la puesta en escena, increíble, la calidad del espectáculo, muy buena, y por supuesto la música de Tchaikovsky e Ivanov, impresionante. Teniendo en cuenta mi limitado conocimiento del mundo del ballet, pude apreciar y disfrutar de la precisión de los saltos, de la ligereza de cada uno de los movimientos, y de la gran interpretación de los protagonistas.
Sin embargo, lo más destacado fue la extrema delgadez de las bailarinas. A excepción de dos de ellas, era difícil entender cómo los cuerpos de esas bailarinas podían moverse, y además, con gracia y ligereza. Su aspecto no era saludable, eso desde luego, porque se podían apreciar todos y cada uno de los huesos de brazos, cuello, hombros, espalda y pecho. Si a eso le sumamos el maquillaje con tonos blanquecinos, al estilo de una geisha japonesa, la imagen era espectral.
Ni siquiera los vestidos podían disimular tanta falta de curvas. Entiendo que las bailarinas sean altas y delgadas, incluso muy delgadas, pero lo que presencié no era en absoluto bonito. Y fue una pena, porque todos los comentarios que escuché – y los míos propios – tanto en el entreacto como a la finalización del espectáculo, giraban en torno a la extrema delgadez de las bailarinas, en lugar de aplaudir la fabulosa interpretación de la obra. Una pena…